Compartimos un texto que escribimos para la Sociedad Peruana de Pediatría y que pueden encontrar en su versión completa en la página de Facebook de la SPP.
Pocas experiencias en la vida tienen tan graves consecuencias el abuso, maltrato y la negligencia vividas en la infancia. Muchas investigaciones han demostrado el efecto que el maltrato infantil tiene a lo largo de la vida, llevando a aumentar los riesgos de trastornos severos del sueño, depresión, ansiedad, e intentos de suicidio, y también de conductas de riesgo dirigidas hacia otros como la agresión, la impulsividad, e incluso la delincuencia. Cuando se unen a otras experiencias adversas sufridas en la niñez (como puede ser la muerte o pérdida de uno de los padres o cuidadores) los riesgos aumentan de forma notoria y se asocian a la aparición de enfermedades crónicas, como las cardiacas o renales y al abuso de sustancias, además de una reducción en la esperanza de vida.
El desarrollo del cerebro está dirigido por los genes pero es modelado por la experiencia, especialmente aquella que tenemos en los períodos críticos del desarrollo. Cuando el niño se enfrenta a una situación de maltrato, el cerebro muestra una respuesta de adaptación que consiste en interpretar la situación para poder “sobrevivir” a la amenaza que representa, activando circuitos cerebrales que en otras circunstancias no estarían funcionales. No sorprende que estas respuestas ocurran en regiones particulares del cerebro y sean diferentes según el tipo de abuso o maltrato sufrido y el momento de la vida en que ocurren, como lo muestran las neuroimágenes de los pacientes que por ejemplo, han sido testigos de violencia doméstica. En estos niños el efecto de la violencia parece ser más notable si ocurre entre los 7 y los 13 años y afecta de preferencia los circuitos que unen las áreas de la visión y el circuito límbico, dedicado a procesar las emociones, aprendizaje y memoria. Por otro lado, el abuso sexual previo a los 12 años compromete las áreas de reconocimiento facial y el procesamiento sensorial táctil.
Se entiende que estas modificaciones representan respuestas adaptativas del cerebro frente a la agresión, con el fin de atenuarlas alterando la percepción consciente pero dejando intactos los circuitos profundos que permiten una reacción rápida en caso la situación se repita. De esta manera, la exposición repetida sensibiliza al cerebro para detectar el peligro de manera cada vez más rápida. Estos cambios pueden parecer favorables, pero la sensibilización puede aparecer frente a otros estresores y aumentar el riesgo de ansiedad o depresión, y aumentar el riesgo futuro de trastorno de estrés posttraumático. En otras palabras, el cerebro se prepara para defenderse en un mundo de amenazas constantes, pero el precio que paga por ello es muy alto.
La investigación también se ha orientado a buscar si estas respuestas pueden ser revertidas, como lo demostró un estudio realizado en niños pertenecientes a orfanatos en Rumania, en quienes los cambios en las neuroimágenes (especialmente en el cuerpo calloso) revirtieron después de que los niños dejaran el orfanato y pasaran a hogares de acogida. ¿Y qué hay sobre las consecuencias a futuro? La experiencias adversas modifican los circuitos del hipocampo, reduciendo su volumen y aumentando el riesgo de múltiples trastornos pisquiátricos como esquizofrenia, trastornos disociativos y de personalidad. No todos los adultos desarrollarán estos trastornos, existiendo un grupo de individuos resilientes que lograrán compensar las alteraciones cerebrales inducidas por el maltrato. Estas observaciones nos llevan a reflexionar que además de intentar revertir las circunstancias adversas que el niño enfrenta, también debemos dedicar esfuerzos a estimular las respuestas de compensación para evitar la modificación permanente de los circuitos cerebrales afectados. De lo contrario el niño corre el riesgo de convertirse en un adulto que mostrará en su conducta futura las consecuencias de sus propias experiencias infantiles adversas, siendo más proclive a ejercer conductas abusivas, violentas o negligentes contra las personas de su entorno, cerrándose el círculo vicioso del maltrato. Si tomamos en cuenta la alta prevalencia del maltrato infantil, podemos dar cuenta del gigantesco costo social que implica el desatender este problema de salud pública.
El conocimiento adquirido en los últimos años acerca de los mecanismos de respuesta del cerebro frente al maltrato infantil y sus consecuencias nos lleva a reflexionar sobre las alternativas para enfrentar este enorme desafío. El primer paso siempre será la prevención. El rol del pediatra aquí es importante para la detección de los riesgos sociales del niño como parte rutinaria de su atención. Más adelante serán los cuidadores, pediatras y profesores quienes debe aprender a reconocer los signos de maltrato en el niño, y es la sociedad quien debe proporcionar el soporte para las familias afectadas y las de riesgo. Si reconocemos que las raíces de la violencia están en la infancia, la respuesta lógica para reducirla sería dirigir nuestros esfuerzos hacia la niñez, ¿por qué no empezamos a cuidarla?
Referencias
1. Ortiz, R., Gilgoff, R., & Burke Harris, N. (2022). Adverse Childhood Experiences, Toxic Stress, and Trauma-Informed Neurology. JAMA Neurology, 79(6), 539. https://doi.org/10.1001/jamaneurol.2022.0769
2. Teicher, M. H., Samson, J. A., Anderson, C. M., & Ohashi, K. (2016). The effects of childhood maltreatment on brain structure, function and connectivity. Nature Reviews Neuroscience, 17(10), 652–666. https://doi.org/10.1038/nrn.2016.111
3. Teicher M. https://dana.org/article/wounds-that-time-wont-heal/
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